En los años 90, Apple enfrentaba serios problemas financieros y decidió permitir la creación de clones de sus ordenadores Mac por parte de otros fabricantes. Este movimiento buscaba expandir la base de usuarios sin que Apple invirtiera en hardware, pero resultó ser un error estratégico que casi destruye la marca.
La idea de los clones no era nueva. Ya existían imitaciones no oficiales como el Unitron 512 en Brasil y métodos para ejecutar software de Mac en otras plataformas. Sin embargo, Apple, bajo la dirección de Michael Spindler, formalizó esta práctica firmando acuerdos con empresas como UMAX y Power Computing para producir clones oficiales. Aunque los usuarios podían adquirir estos clones a un menor precio, la calidad no siempre se mantenía al nivel de los estándares de Apple, lo que dañó la imagen de la empresa.
Los clones comenzaron a canibalizar las ventas de los productos originales de Apple, lo que generó tensiones internas en la compañía. Los contratos con los fabricantes eran complejos y la esperada rentabilidad no se materializaba. Cuando Steve Jobs regresó a Apple en 1997, una de sus primeras decisiones fue eliminar los clones. Jobs rescindió los acuerdos y volvió a cerrar el ecosistema de Apple, asegurando que el software de Mac solo estuviera disponible para sus propios dispositivos.
Esta decisión fue crucial para la supervivencia de Apple, que estaba al borde de la quiebra. Con el lanzamiento del iMac G3 en 1998, sin la amenaza de los clones, Apple pudo reconstruir su imagen y consolidarse nuevamente en el mercado. Este episodio demostró cómo una decisión estratégica puede poner en riesgo una compañía, pero también cómo un liderazgo visionario puede salvarla.
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